lunes, 17 de febrero de 2014

Reseña de la sesión dedicada a EL AMANTE BILINGÜE de Juan Marsé

         Símbolos, símbolos. La sesión fue haciendo calas sin método en los símbolos que aparecen, se supone que estratégicamente, a lo largo de la novela. Podría interpretarse que en detrimento de la expresión literaria -apenas recibió trato específico-. Y sin embargo, el esperpento nacido de ella sustenta el estro simbólico de la obra, que el autor hace germinar desde su cita preliminar de Machado sobre el carnaval.

Implicación inicial del autor que, a juicio de los asistentes, ya no abandonará en toda la novela. En primer lugar trasladando los apellidos de su biografía a la personalidad del protagonista (Marés, Faneca), y con ello tomar posiciones emocionales, sociológicas y políticas ante el devenir existencial del personaje creado.

            Curiosamente, a diferencia de otras ocasiones, durante la reunión se hablaría más del autor que del narrador. Tan sutil se antojaría la divisoria entre uno y otro.


            Dos apellidos, pues, de una identidad real para simbolizar el desdoblamiento de la personalidad del protagonista. Cuestión que acaparó buena parte de las intervenciones. Personaje calificado de patético e inverosímil, pero creíble por la paulatina transformación que ejerce sobre sí (en sus relaciones con los amigos, los vecinos, su ex-mujer, en sus canciones…). Lo que apunta a cuestionar en el ser humano una individualidad permanente, inmutable, y a la posibilidad de la existencia de otros yo en uno mismo (idea en la órbita de la Metamorfosis de Kafka).

Otras interpretaciones, no contradictorias con lo anterior, sugieren que el personaje, desde su perspectiva moral, se debate en la búsqueda de su identidad en libertad, que acaso no culmine en sus relaciones con la muchacha ciega (¿final abierto de la novela?). Actitud que, en todo caso, lleva a la destrucción del sujeto original. Pues dotarse de otra identidad incluye también la correspondiente personalidad, donde se realiza o se guarece. Proceso sicológico que un contertulio precisó con frase de alcance -reflexión y humildad-: “somos una ficción creada por nosotros mismos” (¿el carnaval?).

            Protagonista insertado en una gran metáfora de la realidad sociológica catalana. Reflejo exagerado, caricaturesco, que parece propio de cierta rabiosa actualidad. El autor -de nuevo el autor- ¿un adelantado a su tiempo?, se pregunta la reunión. ¿O es que ya existía aquella situación en Cataluña cuando escribió y publicó la novela? Y otra pregunta: ¿qué repercusión hubiera tenido si se hubiera publicado en los tiempos más recientes?

             Para los asistentes, Juan Marsé pasa por el tamiz del ridículo su crítica a una identidad sociopolítica cuadriculada, rayana en la catetez, a la política lingüística y, en definitiva, a una burguesía decadente que utiliza el nacionalismo sólo como artefacto de poder -¿manipulación de la conciencia patriótica?-. Y en particular, se considera lacerante radiografía de las relaciones de poder el pasaje de la representación del niño-araña (¿el carnaval?).
Juan Marsé

            También el autor -otra vez el autor- traslada de la realidad a la ficción el edificio Walden 7, construcción de Bofill, emblemática de la Barcelona de los años 70, nacida al calor de la modernidad, del progreso, de la conexión interclasista. Aunque en la obra esa simbología real queda violentada por la parodia significada en las deficiencias del edificio, que frustra las expectativas iniciales. Al respecto, surgió cierta controversia al interpretar las intenciones del autor. Por una parte, se vislumbra su desencanto con la democracia en la persistente caída de losetas de la fachada del edificio descrita en la novela -también ocurrió en la realidad-. Se argumenta esto contrastando fechas de la realidad y de la ficción. Pero, por contra, se arguye que determinados acontecimientos históricos, económicos y políticos de esas mismas fechas prueban que la decepción aún no había hecho mella en la sociedad. A la vista del desarrollo narrativo, mejor parecería relacionar el deterioro del edificio con el propio del protagonista y con el choque de dos grupos sociales (los acomodados y los menesterosos) y de dos, digamos, culturas (la catalana, o catalanista, y la charnega). En este último aspecto, se advierte que las intenciones nacionalistas chocaron con la abundante emigración de la época.

            Dicho análisis en torno al edificio no deja indiferente: consigue que todas las piezas de la novela encajen mediante la simbología (¿el carnaval?).

            Así pues, el universo simbólico de la novela ha atrapado desde el principio el ánimo de la reunión: la premonitoria cita machadiana, la estructura de flashback, el uso de los nombres con doble intencionalidad, los tintes autobiográficos, la borrachera nacionalista. Se presume que el autor -una vez más el autor- tenía bien procesada previamente la acción narrativa: desde el disfraz del protagonista, la salacidad de su ex-mujer o la arrogancia del catalán monolingüe, hasta tantas otras circunstancias tachadas de inverosímiles por parte de los asistentes. Pero el contexto carnavalesco lo explica todo.

            Aunque no para todos. Hubo quien expresó su descontento con la obra -y no se le rebatió-: a pesar de los valores simbólicos y la ironía subyacente, la historia narrada “no engancha”.

            Tampoco fue objeto de réplica una apreciación de apariencia contradictoria: novela de perdedor, que, sin embargo, triunfa cuando se vuelve charnego, aun siendo catalán de nacimiento. Al hilo, alguien advertía o reprochaba o denunciaba: el libro elude la actitud de otros charnegos de la realidad que, en dirección contraria a la ficción, intentan catalanizarse -¿por convicción?, ¿por esnobismo?, ¿para sobrevivir en el medio?

            Y una última intervención, de cierre: nos encontramos posiblemente ante una historia aburrida, insulsa y hasta inverosímil si no hubiera sido sublimada por el esperpento (¿el carnaval?). 

                                                           Fdo.: Ricardo Santofimia Muñoz.

jueves, 6 de febrero de 2014

Reseña de la sesión dedicada a EL HEREJE de Miguel Delibes


            ¿Novela histórica? Parecía llamada a ser sólo una primera cuestión para debatir, pero sirvió más a lo largo de la sesión como encabezamiento. Es decir, cada interviniente comenzaba por argumentar a favor, o relativizaba la dimensión histórica de la ficción creada, para seguidamente exponer su valoración de la obra en general, o de sus recursos expresivos, o de los personajes, o de los temas y subtemas detectados, o de todo ello.

            Así pues, conviene seccionar. Por partes:
            Con respecto a lo de novela histórica –determinar si es, no es-, su concepto mismo no ayudaba mucho, tan manoseado en estos tiempos donde proliferan narraciones con dicha etiqueta. En tanto que novelar hechos históricos constatables, hubo opiniones explícitas a favor del sí: El Hereje cumple con esos parámetros por los acontecimientos que desarrolla; y, si bien los personajes principales pertenecen a la pura ficción, está documentado que Felipe II (de fugaz aparición en el episodio nuclear de la novela) comenzó su reinado con un auto de fe en Valladolid. Y además, el mismo autor recomienda la consulta de historiadores que corroboran lo que él narra.

            Sin embargo, otra tendencia cuestionaba con interrogantes: ¿son realmente históricos los hechos narrados?, ¿cómo se sitúa a un personaje de ficción en su época para que la narración adquiera valor histórico? O consideraba más relevante el triple escenario costumbrista, económico e histórico descrito en la obra (con ecos de la novela picaresca), o la reflexión en el presente sobre los planteamientos religiosos del XVI, o la recreación tan didáctica del auto de fe novelado.

            La valoración general de la obra, como el resto de los aspectos tratados, osciló entre el debe y haber. En el haber la calificación de magnífica, su magnitud literaria, reconocida con el Premio Nacional de Narrativa en 1999, el mérito de haberla escrito a los 78 años de edad y el estímulo por la investigación en mapas de su espacio geográfico -hasta Valladolid ha creado la ruta turística de El Hereje-. Y en la parte del debe, la lentitud de la acción narrativa, producida principalmente por los excesos descriptivos (por ejemplo, demasiadas idas y venidas por los páramos, etc.), lleva al cansancio y en algún caso al abandono definitivo de la lectura; y en consonancia, el convencimiento de que sobran muchas páginas porque no aportan nada al argumento ni al tema de la novela. Añádase la corriente generalizada de considerar esta novela complementaria de la lectura de la sesión anterior, Castellio contra Calvino -los asistentes, aún bajo el síndrome de Stefan Zweig.

            En cuanto a la expresión literaria, se partió de un denominador común, su altísima calidad, que en muchos pasajes rezuma ironía y, en definitiva, sentido del humor. Concita la atención de los asistentes la riqueza de léxico y metáforas, como las referidas a sombras, caballos o escenas de caza. Y las descripciones de personajes (ridículas algunas), de lugares y de ropas, tan exhaustivas estas últimas que invariablemente te llevan a consultar el diccionario -asegurar al paso que todos los términos aparecen en él-. Todo ello permite digerir la novela; a pesar de que en el otro lado de la balanza se sitúa un exceso de cultismos y de erudición en general.

            Por lo que respecta a los personajes, el análisis del protagonista tampoco fue homogéneo. El mayor acierto se fija en la creación de un personaje que va creciendo a medida que avanza la trama narrativa, hasta culminar en dar ejemplo a los demás con su coherencia y compromiso final. Un personaje, de retrato caricaturesco, cuyo leitmotiv es mitigar la falta de afectividad que lo rodea desde el nacimiento. De ahí que se enamore de su ama de cría (complejo de Edipo), se case con una, digamos, mujerona (deseo de protección maternal), aplique una especie de justicia retributiva con sus empleados (necesidad de reconocimiento social) y busque refugio espiritual en los conventículos. No obstante, algunos asistentes lo consideraron un personaje artificial: su actitud social parece, a la vez que impensable para el siglo XVI, demasiado cocinada con planteamientos actuales; y por otro lado, no queda justificada su integración en la nueva y clandestina doctrina religiosa.

            Sí hubo mayor unanimidad en ponderar el tratamiento de las mujeres en la novela. Estos personajes no son estereotipos, sino específicos y ricos en matices. Al hilo de este criterio, muy cinematográfica la presencia de Minervina (el ama de cría) en los momentos finales de la obra.

            Y finalmente, si el argumento de la novela gira en torno al nacimiento, vida, pasión y muerte en el madero de… un hereje, su tema central no puede ser otro que la religión, en su deriva quizás más incomprensiva, contradictoria y repudiable, la persecución por determinadas creencias religiosas. El llamado “beneficio de la fe” y sus consecuencias doctrinales (cuestión considerada bien expuesta en la obra), la negación del purgatorio entre otras, son el objetivo del más cruel y cruento fanatismo religioso. ¿Cómo entender en la actualidad que se condene a la hoguera a una persona por no creer en el purgatorio? No obstante, para algunos asistentes el debate religioso como tal que promueve la novela adolece de solidez, pues priman las características de la persecución en sí, lo policíaco (que difumina lo doctrinal), el proceso inquisidor. Sobre este, no pasó desapercibido a los asistentes el carácter corrupto del tribunal, que, rendido a la belleza de Ana Enríquez, le impone una sentencia menor.

            Habría que incorporar como tema colateral la ya comentada falta de afectividad del protagonista, que encamina su espíritu hacia el bálsamo religioso de los conventículos.

            Y como tema de acompañamiento, la vida sexual en las relaciones de pareja, novedoso en Delibes, aunque no exento de su conocido sentido del humor.

Hasta aquí el resultado -debe y haber, sin saldo- de aquella pregunta inicial de la sesión, iniciática para la moderadora, que tan certeramente la propuso.


Fdo.: Ricardo Santofimia Muñoz.