Al principio quizás daba la impresión de que los
asistentes acudían a la reunión un tanto cohibidos. Había que comentar una
novela universal, de reconocida calidad literaria por toda la crítica, la
especializada y la del lector avisado o accidental. El mismo autor ya la
declaró en su momento como su mejor obra. Parecía como si los contertulios
llegaran preguntándose si aún quedaría algo verdaderamente relevante que decir
de ella.
En ese clima, el moderador inició una introducción,
digamos, clásica, informaciones y sugerencias: que, publicada en 1985, está considerada, junto a Cien años de soledad, una de las dos grandes novelas de García
Márquez, que de ella el autor retoma alguna temática en su posterior Memorias de mis putas tristes, que en
cierta manera es autobiográfica por las relaciones iniciales entre sus padres,
que posiblemente también influyera en su concepción una noticia de entonces, la
aparición de una pareja de mayores muertos… Aquí, justamente aquí,
¿curiosamente?, alguien intervino para avanzar su interpretación del final.
Pero no, así no, ni siquiera un leve burbujeo había comenzado a bullir, el
final de la novela merecía otro final. Se pospuso.
Como efecto de aproximación, los atractivos del contexto argumental:
la historia enmarcada en los finales del XIX y comienzos del XX, las
innumerables guerras civiles que asolaban el país y la particular relevancia de
la geografía (el Caribe, el río Magdalena…) para el desarrollo de la trama.
Trama en torno a la peripecia vital de tres personajes que
protagonizan la narración. Casi por orden de aparición (sálvese el frecuente
recurso del flashback): primero se pone el foco en Juvenal Urbino; a la muerte
de éste, en Florentino Ariza, que ocupa la parte central y más larga de la
historia; y finalmente en Fermina Daza. Un triángulo donde confluyen los dos
temas fundamentales de la novela: el amor y la vejez, por separado y/o en
comunión.
El primer hervor de la sesión, cuando alguien asemejó la
experiencia personal al amor romántico y adolescente de Florentino y Fermina.
Estado emocional vivido por muchas personas al margen o en paralelo a la
ficción, argumentaba. A partir de esta intervención bajaría la presión del
fuego, por innecesaria. El borboteo continuaría ya hasta el final, suave,
amalgamado pero lúcido, parcial pero proyectado, poliédrico.
La tertulia dispensó buenas dosis de fascinación a Florentino.
Un personaje que en principio se antojaba un tanto friki (ayudaba sin duda su vestir
extravagante). Pero que desde su juventud forja un proyecto de vida, una razón,
una ilusión: alcanzar el amor de Fermina, cual si de una Dulcinea imaginaria se
tratara. Y persevera en el tiempo, actitud que contrasta -ponderado acierto del
autor- con la atmósfera de una sociedad quietista, con costumbres tan
preestablecidas por los valores del casamiento, la Iglesia, el dinero, los
apellidos. Ni el matrimonio de Fermina con Juvenal Urbino le lleva a desistir
(cuestión de aguardar la muerte del marido, el poder del autoconvencimiento). Mantiene
incólume su objetivo último, tanto como -asegura él- su virginidad para el
ansiado futuro, a pesar de sus variadas incursiones eroticoamorosas (el poder
del autoconvencimiento también). Gráfico florilegio de la mentalidad de
libertad sexual en la mujer sudamericana. Con la habilidad expresiva del
escritor, a la que se rinde la reunión. Añadiendo, por una parte, alguna reflexión:
¿cinismo del personaje?, ¿comportamiento deshonesto con sus suspiros de amor?,
aunque…, él seguía soltero; y por otra, la relación concreta de Florentino con
América Vicuña (de doce años de edad) resultaba un exceso, por mucho que
pretendiera reflejar la realidad.
En cuanto a Fermina Daza se reconoció que el personaje
de la mujer fuerte, de carácter, es más
literario. Una personalidad que madura y se consagra en el último tramo de la
novela. García Márquez la va perfilando desde las opiniones y comentarios de
otros personajes. Pero no, no se trata de un personaje pasivo. Mediante su
acusado sentido del olfato descubre no sólo la infidelidad del marido sino
también la irremediable realidad de “oler a viejo”. Actúa, toma decisiones, se
planta ante la tumba del marido muerto para una riña ¿virtual? con él sobre el matrimonio,
o se entrega al amor de Florentino, que supone la liberación del corsé en que
había vivido.
Cuando este amor pasó del libro a los asistentes, las
intervenciones se sucedieron entre el cariño por los personajes que lo
protagonizaban y el acierto del autor al establecer el hilo conductor, la
palabra escrita, el amor epistolar. Por este medio seduciría Florentino a
Fermina, tanto en las cartas de juventud como en las enviadas a las puertas de
la vejez.
A
renglón seguido, hacia esta pareja prendió tal corriente de empatía, profunda y
personal, que por momentos derivaba más a terapia de grupo -conózcase la edad
media de los tertulianos- que a juicio crítico propio de un club de lectura. No
era para menos. Más allá de la altísima calidad literaria, o tal vez por ella,
la novela se revela como un canto a la dignificación del binomio vejez-amor. Un
libro que, en el ánimo de la tertulia, te abre la perspectiva que a veces la
edad se empecina en achicar, te mantiene el proyecto de vida. Un proyecto de
vida del que nunca se apeó Florentino Ariza. Su respuesta, indubitada y
magnífica, al capitán del barco en el final de la narración la tenía preparada
desde el principio: “toda la vida” (contrapunto a la única actitud pesimista de
la novela, la del personaje de Jeremiah).
Terminada
la cocción, el plato preparado olía maravillosamente, y no precisamente a
viejo, sino a optimismo.
Fdo.:
Ricardo Santofimia Muñoz.